Desde 1937 José Villagrán García fue reconocido públicamente como el incuestionable maestro de la arquitectura moderna en México. (Mar, 04 Dic 2001)
Esta posición, tan sobresaliente y encomiable a la vez, fue convalidada por las sucesivas generaciones de profesionales que emergieron de la Escuela Nacional de Arquitectura a partir de 1924, año en que se inicia como profesor de composición a petición expresa de alumnos, entre los cuales se encontraban Enrique del Moral, Mauricio Campos, Marcia Gutiérrez Camarena y Francisco Arce, quienes encontraron en sus orientaciones el hilo conductor que les habría de permitir asumir la responsabilidad de llevar a cabo radicalmente la nueva arquitectura exigida por el México de los años 20.
Para aquilatar en toda su profundidad la aportación orientadora que la labor de Villagrán dio a los jóvenes arquitectos del segundo cuarto del siglo, es imprescindible tener en cuenta que la Revolución trastocó sustancialmente las condiciones materiales en que, a partir de ella, se iba a realizar la arquitectura, al poner a la orden del día la solución de los problemas masivos derivados de las reivindicaciones exigidas por las grandes masas trabajadoras del país. Si decimos que la irrupción de las exigencias de las clases depauperadas nunca antes habían sido contempladas o previstas por sector o clase alguna del país, tal vez nos acerquemos a expresar la magnitud del cambio.
Los arquitectos estaban acostumbrados a llevar a cabo grandes mansiones urbanas o solariegas de la vieja oligarquía terrateniente o de la nueva burguesía comercial e industrial. Fuera de estas obras, que sin lugar a dudas constituyeron el grueso de su producción arquitectónica, únicamente proyectaron y construyeron unos cuantos edificios gubernamentales y muchos menos de carácter comercial. Aparte de estas mansiones que les eran muy disputadas por todas las clases de "ingenierías", los arquitectos únicamente habían propugnado el embellecimiento de la ciudad y rescatado para ellos la asignación de todos los proyectos gubernamentales cuya proliferación imaginaron muy cercana a partir de los concursos que se habían convocado para construir el Teatro Nacional o el Palacio Legislativo. Si algo atrajo su atención, además de los dos aspectos ya indicados, fue la controversia no muy acendrada, por cierto, acerca de la procedencia de una orientación nacionalista dentro de la arquitectura.
Los pabellones con los que México participó en las exposiciones internacionales de 1889 y 1900, por ejemplo, así como, en la de Sevilla, en 1926, fueron prototipos de eclecticismo nacionalista. El nacionalismo indigenista y el neocolonial se disputaban la aquíescencia social ostentándose, cada uno de ellos, como el cabal y auténtico proseguidor de nuestra tradición cultural.
Como esta orientación nacionalista tan elementalmente asumida no encontraba campo propicio para desenvolverse, fuera de las escasas solicitudes gubernamentales motivadas por algún evento internacional, lo más a que dio lugar fueron las reflexiones que sobre el mismo tema llevaron a cabo dos destacados miembros del Ateneo de la juventud: José Vasconcelos y Pedro Henríquez Ureña, quienes plantearon en las postrimerías del porfirismo la posibilidad de erigir una arquitectura nacional no tanto a partir de las formas específicas de la arquitectura colonial, sino del empleo de los materiales tradicionales tales como la chiluca y el tezontle. Sólo dos voces, aisladas entre sí, se levantaron para proponer algunos criterios a partir de los cuales ubicarse ante la arquitectura del futuro.
Una fue la del ingeniero Alberto J. Pani, quien retomando un problema que no había encontrado solución en México a lo largo de siglos, hizo ver la importancia de la salubridad y de la higiene respectiva en las casas habitación de las clases pobres, principalmente, sin dejar de apuntar las consecuencias de dicha higiene en el programa general arquitectónico, así como en el criterio proyectual. La otra voz fue la del arquitecto Jesús T.Acevedo, miembro también del Ateneo, quien destacó el papel preponderante que los dos principales materiales de construcción, el acero y el concreto, iban a tener en el futuro de la arquitectura moderna, incomprensible sin ellos. Sin embargo, sea porque hicieron sus recomendaciones en el curso mismo de la fase armada de la Revolución, en 1916 y 1914, respectivamente, o sea porque Pani no resistió o por la prematura muerte de Acevedo, estas opiniones no encontraron mayor eco entre los arquitectos y, es más, todavía en el presente siguen sin encontrar pleno reconocimiento a su indiscutible papel de visionarios. Así pues, los arquitectos estaban completamente desarmados para enfrentarse fructíferamente a las exigencias arquitectónicas suscritas por las grandes masas; y si algo tenían en su haber, era una larga estadía en el eclecticismo estilístico de todo tipo: desde el neoclásico hasta el indigenista, pasando por el art noveau y alguna esporádica incursión en formas "exóticas", como más tarde las titularía Villagrán.
Los arquitectos estaban acostumbrados a llevar a cabo grandes mansiones urbanas o solariegas de la vieja oligarquía terrateniente o de la nueva burguesía comercial e industrial. Fuera de estas obras, que sin lugar a dudas constituyeron el grueso de su producción arquitectónica, únicamente proyectaron y construyeron unos cuantos edificios gubernamentales y muchos menos de carácter comercial. Aparte de estas mansiones que les eran muy disputadas por todas las clases de "ingenierías", los arquitectos únicamente habían propugnado el embellecimiento de la ciudad y rescatado para ellos la asignación de todos los proyectos gubernamentales cuya proliferación imaginaron muy cercana a partir de los concursos que se habían convocado para construir el Teatro Nacional o el Palacio Legislativo. Si algo atrajo su atención, además de los dos aspectos ya indicados, fue la controversia no muy acendrada, por cierto, acerca de la procedencia de una orientación nacionalista dentro de la arquitectura.
Los pabellones con los que México participó en las exposiciones internacionales de 1889 y 1900, por ejemplo, así como, en la de Sevilla, en 1926, fueron prototipos de eclecticismo nacionalista. El nacionalismo indigenista y el neocolonial se disputaban la aquíescencia social ostentándose, cada uno de ellos, como el cabal y auténtico proseguidor de nuestra tradición cultural.
Como esta orientación nacionalista tan elementalmente asumida no encontraba campo propicio para desenvolverse, fuera de las escasas solicitudes gubernamentales motivadas por algún evento internacional, lo más a que dio lugar fueron las reflexiones que sobre el mismo tema llevaron a cabo dos destacados miembros del Ateneo de la juventud: José Vasconcelos y Pedro Henríquez Ureña, quienes plantearon en las postrimerías del porfirismo la posibilidad de erigir una arquitectura nacional no tanto a partir de las formas específicas de la arquitectura colonial, sino del empleo de los materiales tradicionales tales como la chiluca y el tezontle. Sólo dos voces, aisladas entre sí, se levantaron para proponer algunos criterios a partir de los cuales ubicarse ante la arquitectura del futuro.
Una fue la del ingeniero Alberto J. Pani, quien retomando un problema que no había encontrado solución en México a lo largo de siglos, hizo ver la importancia de la salubridad y de la higiene respectiva en las casas habitación de las clases pobres, principalmente, sin dejar de apuntar las consecuencias de dicha higiene en el programa general arquitectónico, así como en el criterio proyectual. La otra voz fue la del arquitecto Jesús T.Acevedo, miembro también del Ateneo, quien destacó el papel preponderante que los dos principales materiales de construcción, el acero y el concreto, iban a tener en el futuro de la arquitectura moderna, incomprensible sin ellos. Sin embargo, sea porque hicieron sus recomendaciones en el curso mismo de la fase armada de la Revolución, en 1916 y 1914, respectivamente, o sea porque Pani no resistió o por la prematura muerte de Acevedo, estas opiniones no encontraron mayor eco entre los arquitectos y, es más, todavía en el presente siguen sin encontrar pleno reconocimiento a su indiscutible papel de visionarios. Así pues, los arquitectos estaban completamente desarmados para enfrentarse fructíferamente a las exigencias arquitectónicas suscritas por las grandes masas; y si algo tenían en su haber, era una larga estadía en el eclecticismo estilístico de todo tipo: desde el neoclásico hasta el indigenista, pasando por el art noveau y alguna esporádica incursión en formas "exóticas", como más tarde las titularía Villagrán.
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